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"Nada podemos esperar sino de nosotros mismos"   SURda

www.surda.se

 

 

17-11-2016

 

El odio y sus flechazos

 

SURda

Opinión

EE.UU

 

Santiago Alba Rico

 



En el odio, como en el amor, hay flechazos. La diferencia es que los flechazos del amor presuponen la suspensión del juicio --amo con independencia de los defectos y las virtudes, igual que estornudo-- mientras que los flechazos del odio fundan sus señuelos en el placer soberano de juzgar. El enamorado se entrega o se rinde; el odiador se “empondera” hasta la destrucción --al menos virtual-- del objeto de su odio. El equivalente jurídico del “flechazo del odio” es, en efecto, esa farsa asociada a la “justicia militar” que llamamos en tiempos de guerra “juicio sumarísimo”: ahí te tengo, tu presencia en el banquillo confirma tu culpa, te condeno de un plumazo, te conduzco rápidamente al paredón. Ahora bien, del mismo modo que el enamorado se siente bueno cuando besa, el odiador sumarísimo se siente bueno cuando fusila. Es lo que he llamado otras veces “justicierismo”. Si uno no puede sentirse bueno amando, busca sentirse bueno odiando. Odiamos, en todo caso, por las mismas razones que amamos: para sentirnos mejores; para purificar nuestra alma; para probar las delicias de la bondad supina. El mundo se divide, en realidad, entre enamorados y justicieros, los cuales intercambian a menudo sus papeles, y puede afirmarse que el número de justicieros aumenta de manera inversamente proporcional al de enamorados. Preferimos, es cierto, entregarnos o rendirnos; preferimos el flechazo sin juicio y el beso redentor. Pero si no podemos amar entonces queremos juzgar: queremos estar al menos al lado de la justicia, aunque sea a través del odio sumarísimo: es lo que se conoce como “tomarle manía” u “ojeriza” a alguien --que siempre “se lo merece”--. Pensemos, por ejemplo, en el odio monumental de la prima Bette, el personaje de Balzac, o en el que siente hacia Patoso el sargento Hartmann en La chaqueta metálica de Kubrick.

El odio es una actividad mucho más “moral” que el amor. También más abstracta. Amamos un cuerpo; odiamos una corporización. Amamos una persona; odiamos un “tipo” que encarna el Mal. Cuanto menos amor nutre nuestra vida y menos gobernamos nuestro destino, más necesitamos juzgar las vidas ajenas, hacer un ejercicio de moralidad en el vacío, conservar, si se quiere, el esquema puro de la moral. El cine de Hollywood y enseguida la televisión cumplieron esa tan saludable como apolítica misión durante años. Nada tiene de extraño el éxito que, entre las amas de casa de los años 80, tenían los culebrones latinoamericanos, que permitían tomar justiciero partido por el bien --frente al villano redondo y desalmado-- a quienes menos recursos tenían para decidir su propia existencia y la de su comunidad. La moral sumarísima ha sido siempre el opio de los excluidos: eso que en las mujeres llamamos, con patriarcal realismo, “cotilleo” o “chismorrería”. Ese modelo de la moralidad chismosa, del juicio desplazado a la escala del vecindario o de la ficción, esa rutina del flechazo contra el Mal corporizado se fue degradando en los programas del corazón y los realities (de Gran Hermano a Supervivientes ), cuyo irresistible atractivo, en cualquier caso, tiene que ver con este placer elemental de repartir justicia a partir de esquemas comunes en un mundo --parafraseemos la fórmula siempre mutilada de Marx sobre la religión-- carente de justicia y despojado de comunidad.

La moral chismorrera es, en el peor sentido del término, “femenina”. Pero donde el “flechazo del odio” ha encontrado un vivero fecundísimo es sin duda en las redes, que son mucho más “masculinas” que la televisión, y ello en el peor sentido imaginable del término: pasamos de un salto, sí, de la prima Bette al sargento Hartmann. Digamos que Twitter, mitad urinario público mitad patíbulo privado, se ha convertido en el lugar donde los hombres --hombres-- reparten justicia. Sus 140 caracteres podían habernos convertido en aforistas geniales o en cultivadores del haiku. Son más bien la excepción. En general las redes han multiplicado de manera exponencial el número de justicieros que buscan un poco de intervención en las tinieblas y un poco de bondad contra los otros. La empatía, decíamos, es personal y desprejuiciada; no tiene explicación y por eso mismo, cuando hablamos del amor, la atribuimos al destino. Cabe más en el cine que en Twitter; más en un viaje organizado o en una despedida de soltero que en Facebook. La antipatía, en cambio, es abstracta, moralista y racionalizadora; y, si empieza en un segundo, como el amor, no quiere, al contrario que el amor, conservar su objeto. El amor se siente bueno haciendo durar el cuerpo amado; el odio se siente justo destruyendo el objeto odiado. Un medio vertiginoso y telegráfico como el que han abierto las redes es una llamada irresistible a hacer justicia rápida, justicia justiciera, justicia masculina y sumarísima. El odio ha encontrado en las nuevas tecnologías un vertedero privilegiado y una levadura ilimitada. De la “chismorrería femenina” de los culebrones al “justicierismo masculino” de Twitter el odio se extiende ahora potencialmente a cualquier personaje público o que devenga público en virtud de un capricho de las redes.

La tercera temporada de Black Mirror, la serie de éxito de Charlie Brooker, es inferior a sus antepasadas, pero el primer y el último capítulo, los mejores, convergen en este horizonte del odio tecnológico. En el primero nos presenta una sociedad --la nuestra-- gobernada y jerarquizada por un plebiscito ininterrumpido en el que, a través de una aplicación de móvil, cada uno de los ciudadanos decide sin parar la vida de todos los demás, puntuando su conducta real y virtual en el horizonte de un ethos políticamente correcto alicatado de cursilería, eufemismos, falsa simpatía y belleza estándar, y ello hasta el punto de que el odio más arbitrario, expresado mediante el intercambio de insultos entre desconocidos, reaparece al final como el único consuelo de los perdedores, que establecen de este modo --¡en la cárcel!-- una relación más “auténtica”. En el último capítulo, por su parte, es este odio el que, a través de un plebiscito tecnológico, decide la muerte cotidiana de personajes públicos o aupados a la publicidad a través de un azar imprevisible, azar asociado en cualquier caso a la actividad moralizadora --políticamente correcta-- de una sociedad que se cree tan buena y justa repartiendo justicia en Internet como buenos se sentían los blancos que en EEUU, hasta hace 50 años, colgaban de una cuerda al negro sospechoso de robo o violación.

Digo todo esto porque, en un reciente debate sobre paralelismos y diferencias entre la Europa de los años 30 del siglo pasado y la de ahora, me olvidé de llamar la atención sobre una similitud: la que atañe a la relación entre odio y discurso políticamente correcto. Yo, lo confieso, siempre he estado a favor de lo políticamente correcto; de algo así como de un servicio de hipocresía de guardia las 24 horas del día. Me gustaría que a nadie se le pasase por la cabeza un pensamiento machista u homófobo o racista o colonial; pero mientras esperamos esta transfiguración universal prefiero que los machistas y homófobos y racistas se guarden sus pensamientos o los incuben, como ladillas, en las costuras de la red; y exijo que nuestros políticos y nuestros gobernantes respeten esta especie de acuerdo etológico general. Los malos pensamientos de una minoría sólo se convierten en malas políticas cuando las instituciones los sacan de la oscuridad, pasan a enunciarlos “sin complejos” y los convierten en pensamientos mayoritarios: “He aquí lo que piensa todo el mundo y nadie se atreve a decir”. Eso es lo que hizo Hitler en Alemania y eso es lo que empezó a ocurrir de nuevo en Europa hace veinte años --y se ha acelerado hace diez-- cuando las políticas neoliberales comenzaron a erosionar las barreras materiales que nos protegían de los “malos pensamientos” y a multiplicar el número de las víctimas. Por eso hay que tener mucho cuidado con arremeter con ligereza “revolucionaria” --de derechas o de izquierdas-- contra los discursos políticamente correctos. Al machismo, la homofobia, el racismo ni agua: ni una ley: ni una sola palabra pública.

Pero es que los “malos pensamientos” no se alimentan de la maldad de los hombres sino de su sed de justicia: de su odio justiciero. Si Trump o Le Pen o Farage pueden decir “sin complejos” lo que hasta ahora pensaba poca gente y menos se atrevían a confesar es porque nuestras clases dirigentes les han abierto de nuevo el camino zapando las condiciones de vida --y dignidad-- de los ciudadanos mientras seguían pronunciando en voz alta las mismas palabras vacías. El odio que la red revela, que la red alimenta, es ya el odio visceral dirigido contra un discurso políticamente correcto tan hueco y represivo que nos impide incluso insultar. Ese odio incluye hoy a nuestros políticos y nuestros medios de comunicación, pero también a una izquierda sin recursos que se mueve entre la invocación del amor abstracto y la predicación estalinista y que, por eso mismo, se ha quedado un poco fuera de juego.

La comparación con los años 30 es legítima. Hoy no hay polarización ideológica y los medios de destrucción tecnológica son muy superiores, es verdad, pero en ambos casos el odio justiciero está saliendo de los márgenes para ser naturalizado --y recibir un certificado de honorabilidad-- desde la clase política y las instituciones. En ambos casos el odio justiciero reclama asimismo “hombres fuertes” (aunque sean mujeres) que autoricen y estimulen a la gente a decir lo que sólo se atreven a pensar. De momento nos salva la levadura misma: los mismos formatos tecnológicos “masculinos” que inflaman los discursos marginales de las clases medias limitan su alcance emocional. Las nuevas tecnologías, asociadas al imaginario consumista aún vigente, promueven --por utilizar el símil sexual-- el odio ocasional, sin compromiso y promiscuo. No somos odiadores “ideológicos” sino digestivos. No llegará mañana el apocalipsis, pero con ese odio bastará, de momento, para que el neoliberalismo pierda en EEUU y en Europa las elecciones en favor de esas nuevas “élites antiélites” que, sin mejorar la situación de las clases dañadas por la crisis, completarán la obra de destrucción institucional y discursiva comenzada por los neoliberales.

Lo confieso: estoy a favor de la corrección política. Con las leyes y las palabras, las bromas justas. Ahora bien, no es fácil hoy defender lo “políticamente correcto”. La única forma de hacerlo es --sería-- desde “otras” instituciones. Hace unos días un amigo tunecino resumía así la revolución de 2011 en el país norteafricano: “La gente pedía pan y les dieron democracia”. Les dieron poca democracia. Porque si les hubieran dado bastante democracia, se habrían dado a sí mismos también el pan. La típica polémica izquierdista sobre si pan o libertades (qué antes y qué después) es tan estéril y potencialmente peligrosa como la que enfrenta “la calle” a “las instituciones”. Digamos que sólo habrá una relativa justicia en el mundo cuando los hambrientos pidan democracia. Mientras pidamos sólo pan, correremos el riesgo --en el mundo venidero, previsiblemente fragmentado y sin verdaderos Estados-- de que el pan nos lo dé un mafioso o un dictador, como ha ocurrido otras veces antes. Hay que reclamar democracia plena, pues la democracia, concebida como el derecho a decidir sobre la propia felicidad y sobre los recursos comunes, incluye el pan, el vino, los libros, los árboles, los hospitales, las escuelas, el lecho nupcial y unos buenos periódicos. En España las cosas van un poquito mejor --una pizca-- que en otros países de Europa. La democracia, es verdad, no tiene bandera ni plato típico ni himno ni traje nacional; no tiene relato propio y necesita parasitar otros, siempre colindantes con matrices identitarias menos liberadoras o más excluyentes. Habrá que moverse en el filo del relato con las ideas muy claras y las propuestas muy firmes, recordando que, muerto el comunismo histórico, el único comunismo que puede dar la batalla a Trump y a quienes lo han llevado hasta allí se llama democracia. Pero mientras inventamos palabras y canciones y aspirinas no caigamos en el error de creer que, sumándonos al flechazo del odio justiciero, avanzamos un solo paso hacia el amor concreto y sus raíces.

Fuente: http://ctxt.es/es/20161109/Firmas/9476/populismo-trump-democracia-alba-rico.htm